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El pasado 25 de mayo George Floyd, sospechoso de pagar con un billete de 20 dólares falso en Minneapolis (Minesota), fue detenido por el agente de policía Derek Chauvin, quien aplastó con la rodilla su cuello durante casi nueve minutos. George, que se encontraba boca abajo en la calle totalmente bloqueado, quedó inmóvil y sin pulso mientras los agentes no hacían nada por intentar revivirle. Murió con 46 años, dejando cinco hijos y convirtiéndose en un símbolo del racismo tanto en Estados Unidos como en gran parte del mundo. Tanto es así, que se ha dado una de las mayores olas de protesta raciales de las últimas décadas, dejando en segundo plano la pandemia. Las manifestaciones (peligroso foco de contagio) no dejan de sucederse en los 50 estados, mientras la policía lanza gases lacrimógenos para dispersar a los manifestantes, lo que provoca que la gente comience a toser descontroladamente y aumenten las posibilidades de propagación del coronavirus. La tormenta perfecta. Las multitudinarias marchas se han extendido por todo el mundo pidiendo el fin del racismo, esperando que este hecho sea un punto de inflexión en la manera de pensar de una parte de la población que piensa que, aunque ha pasado 186 años de la abolición de la esclavitud, blancos y negros no deben habitar el mismo trozo de tierra. A este racismo, hay que sumar el aumento de la xenofobia incitado por el Covid-19 lo que ha provocado ataques raciales contra personas asiáticas, en busca de culpables y chivos expiatorios con independencia de su inocencia. La tolerancia es el reconocimiento y la aceptación de las diferencias entre personas. Es aprender a escuchar a los demás, a comunicarse con ellos y entenderlos, reconociendo la diversidad cultural, libres de prejuicios y de dogmas, siendo una forma de riqueza, no un factor de división. Es una actitud positiva hacia los demás, exenta de cualquier aire de superioridad. www.carloshidalgo.es